El aire gélido acaricia mi cara y se cuela por las rendijas del tejido de mi bufanda. Pero a pesar del entumecimiento de mis extremidades, me siento más en casa que nunca. Me encuentro abrazada por el invierno, por aquellos árboles desnudos que han demostrado el amor que sienten por sus hojas dejándolas volar. Estos pasan los días más fríos y las noches más crudas rogando por un poco de calor.
Lo que más se ve en invierno, son ojos. Los cuerpos andan cubiertos casi en su totalidad, pero los ojos siempre están allí atentos y despiertos. Hay de todos los colores y formas. Algunos arrastran el cansancio de una mala noche de sueño o de un largo día de trabajo; otros, brillan con una chispa de fuego que llena de calor el alma y el cuerpo. Otros muestran deseo, el deseo de llegar a casa y sentarse con un café y una manta a leer un buen libro o simplemente observar por la ventana la ciudad. Esta se viste de invierno, combina sus colores con los del cielo, y le da protagonismo a los brillantes paraguas en los días de lluvia.
El invierno apaga los colores del ambiente, pero reaviva los del alma para hacerlos brillar. De todas las estaciones, es dueña del fenómeno más paradójico: cuanto más se cubre el cuerpo, aun más se desnuda el alma.