Deténganse a ver el cielo. Miren las nubes. Sus formas irregulares, pero tan perfectas en su composición. Algodones flotantes, de textura tan suave para nuestra imaginación. Cuando se vuelven grises y desatan su tristeza sobre nosotros, lloran azúcar. Pequeñas gotas dulces que riegan el mundo, que infunden vida a los árboles y bañan a los hombres con grandeza.
Somos bendecidos por la inmensidad del cielo. De eso que para nosotros es celeste, pero que en realidad no tiene color. Que cuanto más arriba, se vuelve más negro. Eso que no tiene fin, que no es materia pero se ve. Ese abstracto que es. Eso que vemos todos los días y abraza a los edificios. Eso que al querer tocarlo, se va alejando y nunca puede alcanzarse. Eso que está más allá de nosotros, más allá de nuestras manos, más allá de los árboles que nos rodean, más allá de la Tierra, más allá de la vida. Eso que nos envuelve sin rozarnos. Eso que nos da calor sin abrazarnos. Eso que todos conocemos, pero que nos desconoce.
