Era hielo puro. Blanco, celeste, en algunas partes ligeramente azul. Estaba inmaculado ahí, con la única compañía del agua a su alrededor. Un espejo que reflejaba su interior.
Se escuchaba el viento, que aunque no puede verse, todos los sentimos. Porque las cosas mágicas no se perciben con los ojos sino con el alma. Porque aunque el frío me helara los dedos y vapor saliera de mi boca, me sentía más en casa que nunca. Porque estar en casa no implica una locación física, sino una espiritual.
De pronto el espejo se rompió. Un pedazo de agua congelada quebró el hechizo. Todos escuchamos el "crack". Pero seguimos ahí, observando estáticos como el glaciar perdía una parte, como la vida seguía, los minutos corrían. Pero esa imponente masa de hielo se mantenía firme como si nada hubiera pasado.
Observé como el agua se calmaba, como absorbía la pérdida. Nosotros somos ese espejo alrededor del glaciar. Reflejamos aquello que sucede en el exterior, incorporamos los golpes que la vida nos da y los hacemos nuestros. Y una vez que el impacto se suaviza, volvemos a la calma.
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