Tres adentro. Dos afuera. Una en mi mano. Transparentes como mi alma inexistente. Teñidas de rojo como el resto de mi cuerpo. Tres adentro. Dos afuera. Ahora, cuatro adentro, una afuera.
Torcí el pedazo de vidrio astillado en mis entrañas. Lo giré hasta que la sangre mostrara un rastro en el piso. Pisé el líquido escarlata con mis pies descalzos. Era caliente, pero las baldosas estaban frías. Contrastaba con el suelo duro, áspero. Ahora mis dedos se encuentran bañados por un tono carmín.
Cinco adentro. Cero afuera. Me vi al espejo. Una estrella de astillas se formaba en mi abdomen. Me costaba respirar por el dolor. Seguí observándome. Pasé la punta de mis dedos por los vidrios ensangrentados. Eran puntiagudos y me generaron algunos cortes. Mi cuerpo ya no sabía por donde más sangrar.
Abrí mis ojos. Tomé una gran bocanada de aire. Sentí el sudor en mi frente. Toqué mi abdomen con desesperación. Inmaculado. Acaricié mis sábanas. Disfruté su suave textura al tacto. Miré a un costado. Mi corazón se agitó. Un par de ojos muertos me observaban con determinación. Bajé mi mirada hacia el abdomen del cuerpo. La estrella de astillas se encontraba perfectamente marcada y decorada por líquido escarlata. Mis sábanas blancas, ahora eran rojas.
Me levanté de un salto al darme cuenta de la situación. Su rostro era igual al mío. El rostro del cuerpo inerte, era el mío. Su mirada estaba perdida en el aire, muerta. Dirigí mi vista hacia abajo para verme, pero no me vi. No había nada. Entonces, si mi cuerpo sin vida reposaba en mi cama, ¿qué era yo?
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