martes, 25 de octubre de 2016

Disparos.

La bala atravesó el aire fugazmente hasta llegar a mi pecho. Primero, la punta metálica se enterró en mi carne. Con el impacto de mis entrañas, la velocidad comenzó a disminuir hasta parar. Quedó sepultada en mi interior, rozando mi corazón.
Aún la siento al aspirar una gran bocanada de aire. Aún la siento cuando mi corazón bombea sangre. La siento por simplemente vivir. El dolor es insoportable. Intento seguir, y por ello, se adentra en mi órgano vital. Siento como rasga la fina piel exterior de a poco, como a su paso mis venas explotan.
Vuelvo a respirar con dificultad. Siento un frío aire que entra por mi carne, por el orificio de la bala. Mi cuerpo cae al suelo, pero no lo noto. El dolor en mi pecho es aún más fuerte. Recuerdo cuando lloraba porque alguien me había roto el corazón. Pero ahora, que mi corazón en verdad está quebrado, no derramo ni una sola lágrima. 
Gente se arremolina a mi alrededor. Escucho sus pasos a lo lejos, también sus voces. Mis ojos están cerrados, pero puedo sentir el sol sobre mi cara. Me genera molestia. Intento mover mi mano para taparlo, pero no puedo. Solo consigo que mis dedos se despeguen un poco del suelo. Es áspero y se encuentra caliente. 
De a poco, el dolor se hace más tenue, la luz del sol se apaga, la sangre no llega a mis dedos, el aire no alcanza mis pulmones, las palabras no arriban a mis labios. De a poco, la vida se me escapa. De a poco, mi corazón deja de latir. De a poco, mi alma abandona mi cuerpo. De a poco, me doy cuenta que dejé de existir.

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